Desde su Lugar al cobijo de las montañas, rodeada de naturaleza verde y viva, Sarah Zohn narra de forma divertida, […]
Capítulo Uno
Adiós, Querida Excavadora
Adiós querida excavadora, adiós Juan.
Quizás hasta luego, nos veremos otra vez.
La excavadora amarilla fue cargada en el camión y ahora ya están bajando desde mi casa hacia la carretera principal del valle. Me encantaba veros todas las mañanas, mientras tomaba mi café, cavando y nivelando mi montecito detrás de mi casa, lo que pronto será un hermoso jardín con vistas a los Picos de Europa.
Desde mi punto de vista podríais haber esculpido la tierra un poco más.
Pronto vendrá la última etapa: siembra de césped, senderitos, algunas escaleras de madera y listo….. Pronto.
Mi casa en las montañas del Norte de España, está lista ya hace varios meses y los momentos en ella son de ensueño. Pero la excavadora que me dejó atrás me recuerda que, como dicen de los objetivos de la vida, el proceso es aún más importante que el resultado.
A mi hogar en las montañas me trasladé desde Santander, donde viví cuatro años después de dos años en Salamanca, la antigua ciudad enclavada en el corazón de la meseta española.
Aún antes viví tres años en las Islas Canarias, en Santa Cruz de Tenerife, lugar desde el que me trasladé en ferry a la Península.
Nueve años vagando por España…..
La historia de la casa comenzó con la visita de Benny, mi buen amigo.
En algún momento del verano de 2020, en medio de la pandemia, pero antes de que el mundo perdiera por completo su cordura, mi amigo vino de visita con la intención de comprar una casa en el norte de España, en el Principado de Asturias.
En aquel momento Benny vivía en Londres, inmerso en los círculos de una gigantesca red de hospitales, mientras administraba su patrimonio intelectual y lo que se podía hacer con él.
Sus días estaban dedicados a relaciones y pactos internacionales entre instituciones científicas y empresariales.
En sus momentos de ocio miraba mis publicaciones en Facebook, lo que aparentemente despertó su interés en esta parte del mundo.
Seguía constantemente mis fotos, las que yo elijo por el verde exuberante, aguas corriendo, casas de pueblo y antiguos edificios históricos, así como otros tesoros y encantos del norte de España.
Reaccionó con muchos “me gusta” y se enamoró….
Le sugerí que escuchara el importante principio de vida de no enamorarse de lo que se ve en fotos, pero no lo convencí. Benny es terco. Y pronto navegó por internet, donde encontró una agente inmobiliaria inglesa que le enseñó casas que se ajustaban a su presupuesto. Después me pidió que lo acompañara a recorrer la zona y visitar esas propiedades, ya que al no hablar español y yo sí, le sería muy útil.
En esa época yo vivía en Santander, la ciudad asentada sobre una bahía de la costa norte de España, la costa atlántica, o como dicen aquí: el Mar Cantábrico.
Un vuelo corto desde Londres y Benny ya estaba aterrizando en el sencillo aeropuerto de Santander, el Seve Ballesteros, que estaba a diez minutos de mi pequeño apartamento.
Ya en la mañanera experiencia del desayuno, con tomates de verdad y queso de pueblo, sentí que Benny estaba cautivado con el lugar.
En su rostro pude leer, que envuelto en una vida de intensa actividad internacional, su mirada expresaba admiración por la simple belleza de un verdadero tomate.
O tal vez fue por influencia de mis fotos en Facebook; quién lo sabe hoy día.
Pero ahora, mientras contemplo y reflexiono, viendo como se aleja de mí la excavadora amarilla por las laderas de mi montaña, me parece que todo comenzó con una trayectoria mucho más larga, que no fue cuando Benny llegó de Londres en su apresurada visita, sino cuando mi colega Uzi me reclutó para asesorar a una empresa tecnológica en Santa Cruz de Tenerife.
***
Un recuerdo que nunca olvidaré es que, siendo todavía una joven ingeniera en Haifa, Israel, tuve un pequeño enfrentamiento con un ingeniero veterano que se enojó conmigo por marcarle errores en su diseño. Este veterano me replicó con arrogancia, señalándome con el dedo “¡No discutas conmigo!”, “¡Llevo haciéndolo veinte años y tu no me puedes decir que hay un error!”.
Frente a la gran prepotencia y desprecio con las que me observaba desde “arriba”, aparenté aceptarlo discretamente, marqué el error en el boceto y no dije ni una palabra más.
Por dentro, sin embargo, creció en mí un rechazo amargo hacia su actitud y me hice una promesa de vida que nunca olvidaré: “Nunca, pero realmente nunca, me veré diciendo: “LO HE ESTADO HACIENDO, y no me importa lo que sea, DURANTE VEINTE AÑOS”. Como en la canción de Rami Kleinstein, me comprometí en un “contrato con el director de un gran circo” para no pasar una vida de aburrimiento.
Desde entonces, cada diez años, más o menos, hago algún cambio significativo, ya sea en el trabajo o en la vida; lo importante es que sea algo nuevo e interesante.
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Comencé a trabajar como consultora en la empresa tecnológica de Tenerife, una vez que Uzi, quien dirigía su sucursal en Tel Aviv, estuvo de acuerdo y confirmó que era adecuada para ellos.
Después de realizar varias visitas a la empresa, el fundador y propietario me ofreció un puesto a tiempo completo, y lo acepté.
Así que, dejé atrás mi vida en Boston y, con las pocas cosas que me acompañan en mis viajes, me mudé a Tenerife donde alquilé mi nuevo lugar de residencia.
Me encontré en una vida mirando hacia el mar, en la ladera del volcán del Teide en las Islas Canarias, que son parte de España desde hace más de quinientos años.
Pero ni yo ni mis ascendientes teníamos conexión alguna con la conquista, hace quinientos años, de estas islas y sus nativos, los Guanches. Tampoco, con Cristóbal Colón, que inició su histórico viaje desde la isla de La Gomera que se veía desde mi balcón. Por eso, no vincularía la excavadora que me abandonó en el norte de España con el famoso marino Colón.
Sin embargo, mientras escarbo más profundamente en mis recuerdos para descubrir dónde comenzó esta historia, a veces me parece que al final, después de Benny y de Uzi, tal vez incluso llegue a Colón.
Pasados tres años en Tenerife ya conocía cada rincón encantador de la isla, había recorrido muchos de sus senderos, subido a lo más alto del volcán del Teide, explorado sus campos de lava, y oliendo los vapores de azufre que emanaba de su interior.
Mientras tanto mi contrato con la empresa había terminado.
En estos tres años también había mejorado mi español, pero no lo suficiente. Deseé completar esta tarea: ser capaz de escribir y hablar español al menos con un nivel avanzado.
Así que, decidí volver a viajar, de las islas…. a la Península, por supuesto. Cuando se dice “Península”, en cualquier sitio de España, y aunque estemos en una pequeña isla como Tenerife, no se refiere al saliente hacia el mar del extremo de una caleta. No, se refiere a la Península Ibérica.
Cuando les dije a los lugareños que me mudaría a Logroño, la capital de La Rioja, tierra de vino, me mostraron su asombro, diciendo: “Quizá no sea el sitio más adecuado para ti, una mujer sola, con mucho mundo recorrido; puede que se te quede pequeño”. Y me explicaron que es un lugar tradicional, de viejas costumbres, y “además, no es el sitio ideal para mejorar tu español, por qué no pruebas Granada o Salamanca”.
De Granada sabía de sus bellos lugares como la Alhambra o El Albaicín, pero también que es muy calurosa durante la mitad del año. Así que decidí probar mi suerte en Salamanca.
Enrique, mi colega de trabajo en Tenerife, y su encantadora esposa Lorena, me ofrecieron el contacto de su amiga María Ángeles, quien ya conocía mis intenciones de pasar una temporada en Salamanca, donde perfeccionaría mi español. Y sin dudarlo, María Ángeles me proporcionó la conexión con su prima Nieves que es vecina de Salamanca.
Me trasladé a Salamanca, conocí a Nieves. Yo, que desde mi infancia y hasta en mi vida laboral en el ámbito tecnológico, siempre había vivido entre hombres, entré en ese mundo de mujeres donde me recibieron con los brazos abiertos, me ayudaban, aconsejaban, me cuidaban… Durante los dos años que viví en Salamanca, era para ellas una curiosidad, y querían asegurarse de que no me sintiera sola.
La amistad surgió fácil, de forma natural, sin ningún esfuerzo especial por mi parte.
He vivido sin casa fija durante años, como una nómada… Pero realmente no, quizá una nómada digital, con mi Mac, iPad y iPhone. Durante los tres años en Tenerife me volví algo minimalista, no acumulé cosas innecesarias.
Cuando salí de allí, logré cargar todas mis pertenencias en mi pequeño coche, incluso la bicicleta colaboró para apretarse… después de que quité las ruedas.
Subí al ferry con el coche completamente cargado, navegamos durante día y medio por el Océano Atlántico, y llegamos a Huelva. Allí desembarqué e inicié mi ruta por carreteras principales, cruzando media Península, hasta mi hotel en Salamanca, justo debajo de la Catedral y su impresionante Torre.
Al día siguiente llamé a Nieves, la prima de María Ángeles. De la conversación que mantuvimos por teléfono, lo único que entendí fue que me estaban esperando desde hace varios días. En la cadena de comunicaciones entre amigos y conocidos, se perdió el hecho de que tenía que venir con mi coche de nómada, y claro, así sólo se puede venir en barco y no en avión, como hubiera sido lo normal.
Nos citamos para el día siguiente en mi hotel, y allí nos vimos por primera vez. Mientras tomábamos café le expliqué los motivos de mi viaje en barco, y ella me contestó: “tranquila, tranquila, no hay problema, lo importante es que estés aquí, no necesitas disculparte”.
Sin vacilar, Nieves se arremangó y de inmediato comenzó a organizar los pasos a dar para las tareas más urgentes: encontrar un lugar seguro para guardar mi coche cargado con todas mis pertenencias y buscarme un apartamento.
A primera vista, la ciudad de Salamanca me pareció tan hermosa…, que me bastó con un día de recorrido por sus estrechas calles, llenas de saber y de sabor, para decidir que sería mi próxima residencia.
Nieves me entendió, supo que estaba buscando un apartamento cómodo, pero no necesariamente el más barato, e indagando en internet entre las ofertas de alquiler, encontró exactamente lo que yo buscaba.
Fuimos al lugar y llegó Irene para enseñarlo. Entre ellas intercambiaron miradas y resultó que se conocían desde hace tiempo; cosa normal en una ciudad pequeña.
Irene nos comentó que el apartamento pertenecía a su hermana Ana y si me gustaba, que hablaría con ella.
A partir de ahí, entendí que todo lo que me quedaba por hacer era confiar en Nieves, Irene y Ana, dejar que ellas resolvieran el asunto, porque ya había perdido totalmente el control sobre lo que una decía a la otra, qué respondía y porque era Irene la que me enseñaba el apartamento y no Ana que era la propietaria.
Transferí a la cuenta de Ana el primer alquiler y me prometieron que en un mes el apartamento estaría listo para ocuparlo, justo cuando regresara de mi próximo viaje. En ese momento no firmamos ni un sólo papel.
Con Nieves, que habla rápido como una ametralladora y que sólo sabe una palabra en inglés – hello – me vi obligada a entenderla, con mucho esfuerzo y apretando los dientes.
Al principio de nuestra amistad, entendía aproximadamente la mitad de lo que decía. Pero no me quedó otro remedio que tirarme a la piscina…. y no me ahogué! Pasados dos años ya entendía todo, casi con todos los matices, a pesar de que Nieves tiene muchas historias para contar. Pasé apuros una o dos veces, cuando llegué a una cita, pero no al lugar correcto o que no era la hora acordada.
Desde mi nuevo hogar en Salamanca, hice excursiones en todas direcciones: al oriente y al occidente, al norte y al sur.
A lo largo de la ribera del río Duero, conocida por sus viñedos y bodegas, hacia Portugal, en las provincias de Burgos, Soria, Valladolid, Zamora.
Hacia el Este a Madrid, Capital del Reino, a Segovia con su imponente acueducto romano, y Ávila con sus murallas.
Al sur, pasando por el encantador casco antiguo de Cáceres, llegué a Sevilla, ¡qué maravilla!, con su Giralda, su Torre del Oro y sus pegadizas y bailables Sevillanas.
Y acompañada por el río Guadalquivir llegué hasta su imponente estuario en Cádiz , donde disfruté de la Tacita de Plata.
También viajé hacia el norte cuando escuché que aquello era verde y montañoso.
A las visitas que tuve de amigos y familiares, también los llevaba a conocer lugares que se me antojaban bonitos. Pero la mayoría de mis viajes en esa etapa salmantina, fueron con Nieves y las amigas, con sus hermanas y primas.
Conocí una España de mujeres trabajadoras que hacen turismo por sí mismas, que viajan y disfrutan en otros lugares, que no siempre tiene que ser Madrid o Barcelona, ni centros turísticos como Ibiza o la Costa del Sol.
En medio de todo esto, con la propietaria del apartamento, Ana, también establecimos un vínculo que iba más allá de los detalles triviales del alquiler mensual.
Ana, me invitó a visitar la finca de su madre en el Campo Charro, a una hora de Salamanca. En esta finca, la familia tiene una explotación ganadera que dirige su hermano, con vacas de diferentes razas y también de toros bravos. Todos los años, en Navidad y sobre todo en verano, su extensa familia se reúne allí, y los niños disfrutan durante todo el día chapoteando en la piscina del jardín delantero.
En una tarde así, Ana me invitó y pude conocer un poco de la historia de su familia, que comenzó con la migración de sus antepasados, hace cientos de años, desde Francia a Salamanca.
En esa ocasión también descubrí las delicias del chorizo de Salamanca y su sabor secreto, que sólo lo tienen en esta provincia. Desde ese descubrimiento, el único chorizo que tomo es el de Salamanca.
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Una de las características interesantes de España es que familias de la ciudad, no necesariamente adineradas, tienen una casa en el pueblo. Muchas de estas casas tienen su origen de la Edad Media, y estas familias siguen conservando su propiedad, ahora las disfrutan en sus vacaciones.
La industrialización del país, hacia los años sesenta, la gente de campo, con escasez de recursos, probó fortuna trasladándose a las ciudades. La migración produjo lo que ahora se llama la España vaciada, pues al marcharse la juventud y familias con niños, se cerraron las escuelas y los pueblos se quedaron con poca actividad.
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Salamanca es famosa por su universidad con más de ochocientos años de historia; es la más antigua del mundo hispanoparlante. La grandeza de esta antigua institución llevó a la creación de una gran universidad moderna, alrededor de la que orbitan otras instituciones académicas y varias escuelas privadas donde se estudia español.
En su casco antiguo me perdí con experiencias sensoriales en su bullicioso ambiente estudiantil. Cuando menos te lo esperas te encuentras con una Tuna Universitaria dando una serenata, y para continuar la experiencia, entré en esos rincones escondidos para degustar deliciosas Tapas, sobre todo las de chorizo de Salamanca.
Lo malo que tiene la provincia de Salamanca, por poner alguna pega, es que sólo es verde durante unos pocos meses al año. Pasados esos meses, el verde desaparece y se cubre de polvo, justo como los pinos en el camino a Jerusalén.
Mis excursiones al norte me recordaron que en mi juventud soñaba con vivir en un lugar con verde y montañas. Cada viaje que hice al Hermón, en el norte de Israel, mi tierra, despertaba en mí anhelos por algo que nunca tuve.
Mi sueño, que con el tiempo se desvaneció de mis recuerdos y desapareció por completo, era hacerme una casa en las montañas de Suiza. Cuando me preguntaban qué tiene que ver Suiza con mi sueño, solía contestar que allí seguro que mi gente vendría a visitarme, en el verde paraíso.
Alguien como yo, que creció en una tierra árida y seca, se siente fascinada por estar rodeada del verde y tranquilizante regalo de la naturaleza, a la vez que me arrulla el susurro del agua corriendo por las montañas y valles.
Después de dos años de asentamiento en Salamanca, el nómada que hay en mi despertó nuevamente, agitó mis recuerdos desvanecidos y volví a volar en mis verdes sueños de juventud.
Ana, que vivía entonces en el norte, razón por la que dos años antes envió a su hermana Irene a enseñarme el apartamento, me invitó a su casa en Santander, llevándome de visita por Cantabria, donde disfruté del entorno durante unos días.
Cuando regresé a Salamanca, mi nómada ya lo había decidido: Nos vamos a Santander. Pues, no es necesario pensar demasiado, cuando tu vida cabe en una maleta, todo es pasajero.
Santander es una ciudad cómoda, con playas encantadoras que se acompañan de un entorno inspirador, muy apropiado para disfrutar de cortos o largos paseos. El clima también es muy agradable. En verano se refresca con los vientos del mar, por lo que se ha convertido en un destino apetecible para las vacaciones estivales de la gente de Madrid y la meseta Castellana, que se refugian del sofocante calor de sus veranos.
Todas estas bondades veraniegas se convierten en una dificultad: encontrar un apartamento para alquilar durante todo el año. Los propietarios prefieren alquilarlos durante el verano, pues sólo durante la temporada consiguen los mismos ingresos que alquilando todo el año.
Ana, al verme decepcionada por el reto de encontrar apartamento, me animó diciéndome: “no te preocupes, que esto lo resolvemos con mis amigas”. Y aparecieron en escena Cristina y Marta, y, por medio de sus allegados, ayudaron a Ana a encontrarme un pequeño apartamento, en una hermosa zona de la ciudad, a poca distancia de las playas, del paseo marítimo y de todo lo necesario.
Santander es la capital de la Comunidad Autónoma de Cantabria, una región en el norte de la Península, entre Asturias y el País Vasco. Es la Región por la que discurren dos caminos jubilares – el Camino a Santiago de Compostela, por la costa, que la atraviesa de este a oeste, y el Camino a Santo Toribio de Liébana, que la cruza de norte a sur.
Desde principios de la primavera, hasta bien entrado el otoño, numerosos peregrinos deambulan alrededor de la Iglesia Catedral de Santander. Con sus mochilas, bastones y la concha de viera bien visible, mantienen la tradición de peregrinaje a Santiago de Compostela, que data desde la Edad Media.
Estos peregrinos crean una atmósfera internacional, integrada en el vivir diario de la zona, y se encuentran por cualquier lugar, entre los pueblos, las playas, en las carreteras y caminos de tierra.
Toda Cantabria, con sus impresionantes acantilados y sus majestuosas montañas, es deslumbrante.
Se tarda menos de tres horas en cruzar en coche, de este a oeste, y algo menos de norte a sur. En todo el territorio no alcanza los seiscientos mil habitantes, la mitad de ellos en las dos ciudades principales, Santander y Torrelavega. En verano estos habitantes se multiplican, repartiéndose por todos los pueblos de la región.
Fuera de poblaciones y de lo construido con anterioridad, es prácticamente imposible hacer una nueva edificación, pues las leyes de conservación ambiental y los planes de desarrollo catalogan casi todo el territorio como Rústico o Rústico Protegido. La vista se posa en áreas naturales, arbolado y pastizales. Es verde y hermoso durante todo el año.
El primer año de mi nueva vida en Santander, recorrí al menos la mitad de las rutas señaladas en el folleto que me dieron en la oficina de turismo. La más destacada era el Camino a Santo Toribio de Liébana o Camino Lebaniego.
Liébana es una comarca de Cantabria enclavada en un rincón de la Cordillera Cantábrica y rodeada por el Macizo de Fuentes Carrionas, la Sierra de Peña Sagra y los Majestuosos Macizos Central y Oriental de los Picos de Europa.
El Camino Lebaniego, con sus cuatro etapas, me encantó tanto que lo he recorrido dos veces completo, ida y vuelta. Como no podía separarme de él, al llegar al final, respire profundamente, y volví al principio para comenzar de nuevo. Era la misma sensación que tenía cuando leí dos veces el libro “La Paloma y El Niño” de Meir Shalev.
Este Camino de peregrinaje tiene su meta en el Monasterio de Santo Toribio de Liébana, a los pies de los Picos de Europa, que mantienen nieve durante gran parte del año, y declarados primer Parque Nacional en España. El Monasterio tiene gran importancia religiosa, pues es el lugar donde se custodia El Lignum Crucis, lo que se considera como el trozo más grande de la Cruz de Cristo.
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De tantos recorridos por Cantabria, finalmente encontré mi Suiza imaginaria: la Cordillera, el Parque y los valles que la rasgan. Además, Suiza sin suizos.
Ana tiene una casa en Cabezón de Liébana, un pueblecito donde la vista se estrella en los Picos. Me invitó a que fuera a su casa cuando quisiera, tanto, que puso una habitación a mi disposición. Desde entonces, ha sido mi destino favorito de visitas fuera de Santander, y lo único que tenía que hacer era prepararles comidas de cualquier parte del mundo, pero no españolas. Aunque, modestia aparte, por mis virtudes culinarias la comida española también me sale muy rica.
Casi sin darme cuenta, me encontré repartiendo mi nuevo ciclo vital entre Santander y Liébana. Con una pequeña mochila me desplazaba con frecuencia. Mi nomada estaba feliz. Y así conocí esos lugares que me transportaban a mis sueños de juventud.
De estos preciosos paseos, subí fotos a Facebook. Fueron estas las que apresaron el corazón y encendieron la imaginación de mi amigo Benny de Londres.
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La primera mañana de su visita, después de degustar tomates y queso de verdad, Benny y yo partimos hacia Asturias, la región autónoma al oeste de Cantabria, que da paso a Galicia, ambas muy parecidas orográficamente.
Habíamos acordado una cita con la agente inglesa de la inmobiliaria, que tenía preparada la visita de tres casas. Nos acompañó a la primera, pero no a las otras dos, pues, el presupuesto no daba para más acompañamientos. Nos dio la dirección y llegamos al pueblo de la siguiente casa fácilmente; era una casa pintada de azul al lado de la carretera.
Quedamos impresionados por el hermoso entorno y sus fascinantes vistas a la montaña, y como no teníamos llave, la examinamos recorriendo su exterior.
Los vecinos del pequeño pueblo notaron enseguida que algo extraño había irrumpido en su rutina, y para nuestra sorpresa, salieron a la calle.
La vecina de la casa de al lado se acercó, con su delantal puesto y una sonrisa en la cara, que me dio pie para dirigirme a ella: “¡Hola!, ¡Qué día tan bonito!” y ella respondió: “Si, verdaderamente bonito", y agregó de inmediato: ”Y raro, porque generalmente no se ve la montaña de enfrente, suele haber mucha niebla”.
Benny no supo interpretar el comentario de la vecina. Al contrario yo, enseguida me di cuenta de lo que quería decir, que era un día especial, que lo normal eran días con nieblas, y no tan bonitos.
“¿Queréis ver la casa por dentro?” preguntó, a lo que yo respondí: “con esa intención venimos ¿Tienes la llave?” Ella entró de nuevo en su casa y volvió con la llave.
La puerta de entrada chirrió un poco al abrirse y aunque no tuvimos que pasar entre telarañas, me sentí como si estuviéramos entrando en la casa de Miss Havisham, del libro Grandes Esperanzas, de Charles Dickens.
Mis ojos intentaban adaptarse a la oscuridad, miré alrededor y me impresionaron sus antiguas vigas de madera. Cuando abrió la ventana para dejar que entrara luz, me dirigí a la esquina de la cocina tipo museo, donde había una asombrosa cocina de hierro fundido con la chapa desgastada. Por fin he podido tocar una de época y no copias modernas de las que ya he visto en varias casas reformadas.
Benny tuvo que inclinar la cabeza para pasar bajo las vigas de la primera planta; son casas construidas hace más de doscientos años, cuando la estatura general era menor. En las estrechas escaleras que suben a los dormitorios, casi se atascó.
Nada de esto le impidió soñar con las visitas de sus hijos adultos, que vendrían desde cualquier lugar del mundo para celebrar con él fiestas familiares. Me lo quedé mirando y pensé en cómo hablarle de la tristeza que te invade cuando la familia está dispersa.
En eso tengo mucha experiencia.
Y además, cuando estés rodeado de niebla, no va a haber mucho placer ni para ti ni para tu familia, esperando a que desaparezca.
Quería gritarle: “¡Hijo! Gran parte de la leche que se consume en España proviene de Asturias. Las vacas están felices pastando por aquí; no les importa la humedad que cuelga de esa niebla, tal vez incluso la disfruten. ¡pero son vacas!”
Benny seguía entusiasmado; continué observándolo y reservándome en silencio.
Pero no quiero ser la voz de su conciencia, y bajarle de su entusiasmo. Debe descubrirlo, por sí mismo sin dejarse llevar por emociones, que no es oro todo lo que brilla, que lo ideal también tiene sus inconvenientes.
Así que cambié de estrategia. Le convencí para no comprometerse con nada, y que experimenta otras sensaciones en la zona que yo considero más hermosa y divertida del norte de España, Liébana, a los pies de los Picos de Europa, lugar que he ido descubriendo en mis frecuentes visitas a la casa de mi amiga Ana y su pareja Lorenzo.
Benny aceptó mi sugerencia.
Partimos hacia Liébana, donde habíamos quedado con Lorenzo, que vive allí gran parte del año. Nos estaba esperando en su casa, con una mesa llena de quesos, jamón, vino y otros productos de la zona. Pasamos una tarde muy agradable y puedo asegurar que no nos quedamos con hambre, ni con sed….
Al día siguiente, salimos los tres de excursión con el fin de ver varias propiedades que a Lorenzo le habían indicado en una inmobiliaria.
Vimos lo que, según Benny, era demasiado grande, otra demasiado cara, otra que no tenía vistas, y llegamos a la última parte del recorrido, en un poblado llamado Narezo.
Era un terreno alargado, con una pequeña construcción de piedra hasta media altura y el resto de antiguos ladrillos de barro y paja – adobe. Originalmente estaba destinado a cuadra para los animales en su planta baja, y como pajar en su parte superior. Su estado era de abandono.
Observando desde el terreno alargado, ví muchos árboles y bosques, como los que se extienden por gran parte del norte de España, y espacios verdes donde pastan vacas, caballos, ovejas, y de vez en cuando, también se puede ver animales salvajes – corzos, ciervos, y jabalíes.
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Estos espacios verdes llamados “prados”, como el nombre del famoso museo de Madrid, Museo del Prado, ubicado en un lugar que una vez fue pastizal.
Los prados y cuadras tienen su manera de uso tradicional. Cuando el ganado ha pacido los prados, y antes de que la hierba tenga su último brote primaveral, se traslada a los puertos de montaña, que tienen nuevos y frescos pastos, y allí permanecen hasta que amenaza la llegada de las primeras nieves del invierno.
Por estos puertos se encuentran pequeñas construcciones de piedra – “chozos” – que son cabañas en las que hacen su vida los pastores mientras cuidan el ganado en verano. A media altura, entre los pastos de los puertos y los valles, existen “invernales” que sirven de refugio al ganado cuando las nieves se han adelantado y no ha dado tiempo a bajarlo a las cuadras. Hoy en día, algunos invernales están bastante deteriorados e inclinados a punto de caerse.
Mientras el ganado está arriba en el puerto, los últimos brotes primaverales de la hierba en el valle han crecido hasta una altura considerable, entonces se procede a la siega y recogida de esta hierba, que se lleva a los pajares en las cuadras del pueblo para alimentar el ganado en invierno.
Este era el proceso natural antes de la mecanización agrícola, y por esta zona aún existe, pero cada vez menos. Sigue siendo normal que en las carreteras tengas que reducir la velocidad, o parar, cuando el ganado está en su muda, en verano hacia arriba y en otoño hacia abajo.
Hoy en día, la mayoría de estas mudas se realizan a bordo de camiones especiales, en los que se carga el ganado a través de mangas de paso. No recomiendo estar cerca durante este proceso, especialmente en momentos en que las vacas se separan de sus terneros y están bramando constantemente. Mi hija, en una visita, estando embarazada, no podía soportar los lastimeros llantos de madres y terneros. “Es un espectáculo difícil de presenciar”, me dijo.
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En la última parada que hicimos con Benny, Lorenzo abrió el viejo pestillo y empujó la puerta; así tuve la oportunidad de echar mi primer vistazo al interior de una cuadra. Con la ayuda de la linterna de teléfono, distinguí en la oscuridad los pesebres de las vacas, y, entre las telarañas, las gruesas vigas y robustos postes que aún mantenían en pie la vieja construcción. Esparcido por el suelo ví piedras, barro, trozos de viejos muebles y otros restos.
Salimos de la cuadra y rodeando el pequeño edificio, por un estrecho caminito, volvimos a la parte trasera. Me quedé más o menos en el centro del terreno alargado, y miré de un lado a otro.
Benny habló como si estuviera pintando un cuadro con un pincel, y dijo: “el lugar es bonito y las vistas son hermosas, pero yo quiero ver el mar asomando entre las montañas”.
Mientras tanto, por encima de la cabeza de Lorenzo, a mi derecha, observé una enorme sierra que nos rodeaba, “Peña Sagra”, dijo Lorenzo, y frente a mí ví, algo que no se podía confundir – los Picos de Europa, que emergen majestuosamente al final del valle que teníamos a nuestros pies.
Simplemente por curiosidad y vagos pensamientos, le pregunte a Lorenzo que cuanto dinero pedían por ese terreno. Me dijo el precio que le había dado el agente y agregó con confianza: “creo que se puede bajar bastante”.
Aún de pie sobre el terreno de hierbas secas, observando el paisaje, sin darme cuenta, y poquito a poco con la complicidad de mis ojos, el entorno me fue abrazando con delicada intensidad.
Benny desapareció de mis pensamientos por completo, mientras yo entraba en conversación conmigo misma y husmeaba en mis recuerdos: “¿no es esto lo que soñabas de joven?. ¡Aquí está Suiza! ¡Ante tí! y a un precio asequible para cualquiera”.
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Es el momento, que aún extraño la excavadora amarilla que me dejó hace una semana, y nuevamente pienso en el origen de la historia que me llevó a construir una casa en un lugar de las montañas del norte de España. Y me doy cuenta que no comenzó con la visita de mi amigo de Londres en busca de un lugar apetecible, no, ni cuando Uzi me envió a Tenerife, y ciertamente tampoco fue culpa de Colón.
Ahora pienso que comenzó años antes, el día que decidí aprender español, porque buscaba algo para distraer mi mente de la tensión con mi jefe, en la enorme empresa dónde trabajaba en Boston.
Vivía una situación tan difícil, que me sentía atrapada y sin salida. Durante el día debía mostrar una actitud dura, de dominio y control de la situación, de lo contrario no se puede dirigir un departamento con cientos de empleados.
Pero de regreso a casa, sola en el coche, me desmoronaba y lloraba. Así era día tras día, durante un tiempo nada corto.
En aquel entonces, sufría angustia y desasosiego, pero desconocía los términos tan usados hoy día como ansiedad o depresión; no se me pasaba por la cabeza pedir ayuda cualificada.
Profundice más y más dentro de mí, con lo difícil que es cuando estás en momentos de angustia. Le daba vueltas a todo, lo bueno se me convertía en malo y lo malo seguía siendo malo. Duró así hasta que pude darme cuenta de que mi mente lo que necesitaba era un descanso de esta situación, tenía que distraerme y alejarme de las circunstancias que lo provocaban.
En mis trayectos en coche de casa al trabajo, iba escuchando grabaciones de un curso universitario de inglés, uno que se habla con la arrogancia intelectual de Oxford. Y al llegar a casa me unía a mi hijo adolescente que en ese momento se batía con los deberes y verbos de español.
El inglés pedante y el español para principiantes fueron para mí el salvavidas que me mantuvo a flote por encima de la depresión, y que me siguen manteniendo hasta el día de hoy.
***
Aquí llego a la conclusión, de que debe ser el idioma español, que me permite hoy charlas con los vecinos al final de la calle, y sólo él debe ser el eslabón final que me trajo a este pueblo, y sin lugar a dudas es él quien me llevó a bucear en mi imaginación, cuando ví estas montañas y valles, que me hizo descubrir la Suiza de mis sueños juveniles.
De verdad que esto es similar a Suiza, lo prometo; no a la de Zúrich, no, a la Suiza rural, la de las montañas.
En el centro de un pueblo lebaniego, Mogrovejo, me paré junto a otros turistas al ver un cartel que tenía el dibujo de Heidi, la niña de las montañas. Sí, era ella y no otra. De inmediato pensé: “¿Qué tiene que ver aquí Heidi si esto no es Suiza?” Es porque cuando se rodó la película “Heidi”, encontraron que los paisajes de estos valles y montañas eran los más adecuados. En su sencillez y modestia, la comarca de Liébana es más parecida a la Suiza de antaño, que la actual moderna y arrogante.
Cuando estaba parada con Benny y Lorenzo sobre el terreno alargado, y mis ojos descubrieron la Suiza de mis sueños, decidí comprar ese terreno y establecerme allí. También porque había pasado más de diez años de vida nómada, y era un buen momento para hacer un cambio significativo.
Lorenzo cumplió sus expectativas de rebaja, y me consiguió un trato tentador. Pasados dos meses, la documentación estaba preparada, así que regresé para una reunión en la notaría con el Vendedor y el Notario donde firmamos las escrituras. Al terminar el trámite burocrático, nos fuimos juntos a tomar un café, nos hicimos una foto histórica quitándonos las mascarillas COVID y dando la espalda a las montañas, para que sirvieran de fondo apropiado.
Al concluir todos los rituales, le pedí a Lorenzo que me llevara a visitar Mi Propiedad en las montañas. Quería ver de nuevo el regalo de ensueño que me había hecho a mi misma.
Antes de la firma, Lorenzo ya había contactado con un arquitecto, al que llevó al lugar con el fin de asegurarse de que el edificio podía acceder al cambio de uso, y rehabilitar como vivienda.
Y efectivamente, se podía hacer, convirtiendo la cuadra y el pajar en una pequeña casita de dos plantas y no más. Una vez en el sitio Lorenzo me dijo: “Tal vez podamos aprovechar algún metro por detrás, empujando el monte". “¿Y todo el terreno alargado?” pregunté. “Es una parcela separada y está calificada como terreno rústico protegido; como mucho podrías arreglar un bonito jardín”, respondió.
Mientras estaba procesando la información y comenzaba a acostumbrarme a la idea de una encantadora cabaña, como la de Heidi, me dí cuenta de que había otra vieja edificación justo debajo de la mía. “¿Eso qué es?” le pregunté a Lorenzo, “otra cuadra”, me contestó, añadiendo: “No te preocupes, nadie va a construir aquí un rascacielos que te oculte las vistas”. “¿Te molesta?” me preguntó. “¿Molestarme? ¡Nooo!, sólo quería saber si también se puede comprar”.
Su cara de sorpresa dijo mucho (le preguntaré algún día qué pensó en ese momento) y todavía sin salir de su asombro, me dijo que había que ver a quién pertenece y si está en venta. Dado que yo ya había captado algo del léxico en el trato inmobiliario, y queriendo impresionarlo, dije: “pero hay que verificar si es terreno rústico o urbano”. Un pequeño alarde de conocimiento y vanidad.
Para comprar la cuadra y su parcela colindante, se necesitaba descubrir los trámites de anteriores herencias, reclamando documentos en la Notaría, el Ayuntamiento y en el Registro de la Propiedad, para llegar a los actuales propietarios que resultaron ser cinco hermanos.
Todavía tuvimos que hurgar en cajas de viejos documentos que una de ellos tenía en su casa, donde ya vimos claramente que la propiedad les había llegado por herencia directa de su madre.
Teníamos que negociarlo con todos ellos, cosa bastante complicada, pues detrás de cada uno estaba su pareja, lo que los convertía en diez. Logramos conseguir que nombraran un sólo interlocutor en nombre de todos, y a partir de ese momento, las cosas resultaron más sencillas.
Se convencieron, que más vale pájaro en mano que ciento volando, que es mejor tener en la mano algo que tenga más valor que una ruina en el pueblo que quizá nunca desarrollarían.
Todo esto, dudo que hubiera podido suceder si no hubiera contado con Lorenzo. Él me mostró que para lograr un objetivo, se necesita el valor y la paciencia de un soldado, en este caso, curtido en la lucha antiterrorista, y sobre eso ya hablaré más adelante.
En este punto, fui con Lorenzo a Potes, la capital de Liébana, donde me presentó a Máximo Diaz, el arquitecto que había llevado a ver y verificar, que se podía realizar la obra de rehabilitación también con la segunda cuadra.
Máximo Diaz, al que todos llaman Jim desde pequeño, me comentó que le había encantado el lugar de mi compra, manifestándome que allí se podía hacer algo espectacular. Cuando le pedí que me construyera dos casas pequeñas, una para mi y otra para mis invitados, exclamó: “¡de ninguna manera!” E inmediatamente me mostró en la pantalla de su ordenador una casa de ensueño que estaba diseñando para mi propiedad.
Integraba el estrecho caminito que había entre las dos construcciones, por el que yo había pasado el primer día que conocí el lugar, lo que permitiría la unión de las dos construcciones, dando pie a un gran salón con vistas a todo el paisaje desde cualquier ángulo.
En el catastro del Ayuntamiento, Jim encontró que el caminito estaba registrado como paso de servicio, y propiedad compartida por las dos fincas, que ahora son mías. Y con manifiesto entusiasmo, me dijo: “El caminito también es tuyo, señora Zohn”.
Para entender que el caminito que gané en la lotería puede formar parte de mi futura casa, tenía que estudiar otro capítulo de las leyes rústico-urbano.
Que la finca esté calificada como urbana no significa que pueda construir, como eran mis deseos, hasta los límites de la propia finca. Aquí entra en juego la regulación de conservación de espacios, que sólo permite construir dentro de los límites de la estructura ya existente.
Pero como el caminito estaba calificado como paso de servicio entre dos propiedades distintas, y dejó de tener esta función al pasar a ser una sola propiedad, se le permitió entrar en la casa y servir como entrada principal.
Nueva compra, nuevos trámites, volví a la notaría; seguramente se preguntaban si iba a comprar todo el pueblo. En principio no es mi intención pero ya he echado el ojo a otras cuadras cercanas. Volvimos a firmar y otro café entre vendedores y compradora.
A partir de aquí esperé pacientemente, con impaciencia…, mientras las autoridades cobraban sus impuestos y Jim proyectaba, calculaba y preparaba los planos. Pero todavía nos quedaba camino hasta conseguir los permisos y dar inicio a la construcción.
Con las escrituras en la mano, y el arquitecto encima del proyecto, necesitaba elegir un contratista para la obra. Pedimos oferta a tres de la zona. Jim recomendó, por supuesto, a su primo, que es uno de ellos, el segundo presentó un presupuesto bastante más elevado y el tercero José Javier Vilda, presentó el presupuesto más bajo. Lorenzo me dijo que Vilda, como le llama todo el mundo, sólo acomete una obra a la vez, tiene mucha experiencia en rehabilitar antiguas construcciones y que por eso me va a dar un trato personal y especial.
Nos reunimos en una comida, Vilda, Lorenzo y yo. Conocí a Vilda y me pareció un tipo agradable. Me mostró algunas casas que construyó, pero no tenía forma de evaluar la calidad de su trabajo. En ese punto ya me dí cuenta de que sin la ayuda de Lorenzo no tenía ninguna posibilidad de enfrentarme a este proyecto. Y de esta forma, decidí que si él confía en Vilda, así será.
De todas formas, sabía que los presupuestos ofertados para una obra de construcción no son ni orientativos. Aunque los desglosen partida a partida y los presenten en carpetas de piel, las partidas se duplican y la piel se multiplica y en mi caso, no quiero ni contar: subida de los precios de la electricidad, hierro, cerámica. Me subió todo, menos la cuenta corriente…
Así llegué al punto en que tengo un arquitecto, un proyecto, un contratista e incluso un amigo como Lorenzo, y todos estamos esperando los permisos pertinentes para la construcción, que según todos los expertos con experiencia, no se sabe cuánto tiempo tardarán.
A la vuelta de la esquina, me esperaban obstáculos como una pandemia mundial, huelga de camioneros, escasez de materiales de construcción y oficinas gubernamentales que no funcionan.
En medio de todo esto, logré viajar a Londres para visitar a mi nieto, pero no logré regresar; los cielos de Londres se cerraron para los extranjeros, y yo, la nómada, no soy extranjera sólo en los países a los que realmente no quería viajar en esos meses.
Me quedé aislada en Londres, la ciudad que es conocida por su imponente apariencia gris desde afuera y su colorida diversidad desde adentro. Pero cuando se cierran los museos, teatros, plazas, mercados y restaurantes, sólo queda el gris, los parques parecen menos verdes y la alegría se puede encontrar sólo dentro de la familia.
Pasaron los meses, y cuando casi había olvidado que tengo una parcela en el norte de España, llegaron los permisos de obra, y dió comienzo la construcción que sólo pude disfrutar a través de los mensajes y fotografías por WhatsApp que me enviaba Lorenzo.
Y ahora, dos años después, mientras pedaleo en la bicicleta estática que me instalé en casa, con las vistas más hermosas del mundo, y añorando la excavadora amarilla que se fue de mi jardín, leo “Una Casa en Portugal” de Yigal Sarna y en cada página del libro encuentro un reflejo de mi historia. Él, que como periodista se manifestó en contra de la cima política de nuestro país, se vió obligado a huir por razones obvias, pero yo, que he estado huyendo toda mi vida, no tengo del todo claro mis razones.
En su lugar de Portugal, al igual que en el mío de España, hay campos verdes con agua, animales pastando, ruinas de piedra y cavernas, telares antiguos y husos de hilar, y sobre todo una cultura que para nosotros, al menos, parece simple y tranquila.
Cada día, cada mañana, siento una agradable satisfacción con el saludo de mis vecinos, en este lugar de Europa tan alejado del codicioso Putin que se revuelca en el fango de las guerras. Esta textura natural y reconfortante en la que ahora vivimos nos envuelve tanto a Yigal en Portugal como a mí en Liébana. Menos mal que estamos lejos.
Me viene a la cabeza la canción de mí niñez “Por todo esto, por todo esto, por favor, cuídame, mi Dios bueno”.
***
Algunos amigos españoles todavía me preguntan por Benjamin, mi amigo de Londres. Pués, al final Benny, con su presupuesto y un préstamo bancario, compró un apartamento en uno de los rascacielos de la conocida zona de Canary Wharf en la ribera del Támesis. Se queja de tener más costos que beneficios de momento, pero ya lo he dicho, es terco y toma decisiones precipitadas.
Le he enviado fotos de mi casa en las montañas, sin mar entre ellas, cuando la obra estaba en esqueleto y una vez terminada, y al verlas me dice: “¡Y pensar que estuve allí, antes de que todo esto sucediera!”
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